Siempre he pensado que la saga cinematográfica de Harry Potter dura demasiado, que se han hecho demasiadas películas para la poca chicha que realmente contienen. Creo firmemente que lo que funciona en la literatura no tiene por qué funcionar en el mundo del cine, un medio en el que se va mucho más al grano y que no tiene tiempo que perder en descripciones y subtramas que poco podrían aportar a la historia principal. Ahora llegamos al final de las aventuras –o más bien penurias– del joven mago creado por J.K. Rowling hace ya unos cuantos años, y me pregunto si en verdad eran necesarias tantas vueltas para llegar a este punto.
Es probable que me haya ganado algunos enemigos en un solo párrafo, pero no me gustaría que se malinterpretaran mis palabras antes de hora. El problema de mi pregunta, todas esas vueltas que se han dado, resulta que no tiene nada que ver con esta película, puesto que ya estaríamos hablando de las otras películas de la saga. No sería justo, pues, a la hora de hablar de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 2 (o de ambas partes unificadas en un maratón cinematográfico de casi cinco horas de duración), así que voy a ceñirme únicamente a ella y a dejar mi valoración global sobre la saga a un lado.
Más que nada, porque por fin pasan cosas realmente importantes durante toda una película de Harry Potter. Si existe una frase que mejor define esta última entrega, es que ha llegado la hora de la verdad. Es la hora de poner todas las cartas sobre la mesa y dar tu mejor jugada. El resultado es francamente bueno, y tengo la certeza de que para un fan de la serie lo será aún más. La película va directamente al grano, adaptando casi literalmente la obra original sin andarse con chiquitas ni tiempos muertos, aún y a pesar de que la parsimonia habitual en la dirección exageradamente impersonal de David Yates entorpezca el ritmo en ciertos momentos.
Supone la maduración definitiva y palpable de la franquicia, acorde con la serie de acontecimientos trágicos que se nos narran en la película. Sigue con la misma tendencia de alejarse en la tónica a la hora de abordar la narración en este tipo de productos, lo que supone un punto a favor muy a tener en cuenta.
El problema principal es la realización de Yates, como ya digo muy falta de rasgos característicos que definan su etapa en la saga, al contrario de lo que sucedía con el resto de los directores que se han llegado a zambullir en el universo del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería (tres, a saber: Chris Columbus, Alfonso Cuarón y Mike Newell). Por no hablar de cierta descompensación a la hora de poner énfasis en momentos emotivos, afortunadamente un defecto muy poco habitual a lo largo del metraje, pero que está ahí y simplemente despista.
Es en el trasfondo donde Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 2 da más que hablar y gana enteros no sólo durante el visionado, sino también después de él. Si la Parte 1 nos hablaba sobre la persecución político-racial y el exilio, esta Parte 2 sorprende con su franqueza a la hora de abordar todo lo relacionado con la muerte, los temores que surgen en nosotros frente a ella y lo estúpidamente ciegos que nos volvemos. El miedo enfermizo a morir, el temor de la pérdida de un ser querido y la aceptación de la muerte son los temas principales de la película y los motivos por los cuales se mueven y se enfrentan todos y cada uno de los personajes y criaturas que pueblan el film. La saga finaliza así de la mejor forma posible, ofreciendo al espectador la mejor entrega desde La Piedra Filosofal y El prisionero de Azkabán.
Es probable que parte del público general –entre los que me incluyo– no termine de empatizar con el universo del joven mago ni con sus circunstancias (otro de sus graves problemas). Es más probable aún que algunos simplemente nos postremos a los pies del enorme personaje interpretado por Alan Rickman a lo largo de estos diez años. Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 2 no será la gran película que la crítica norteamericana está aclamando, pero se trata sin duda de un espectáculo que vale la pena ir a ver ya no sólo por su desenlace, sino por caracterizarse por ser un acontecimiento en cines que se antoja irrepetible.
Commentaires