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Jurassic World: El Reino Caído (J.A. Bayona, 2018) — Crítica




Cuando leí por primera vez que Juan Antonio Bayona iba a encargarse de la secuela directa de Jurassic World, sentí muchísima alegría. El ganador de tres premios Goya por su labor en la dirección de El orfanato, Lo imposible y Un monstruo viene a verme es, indiscutiblemente y salvando mucho las distancias, el máximo equivalente que puede tener el cine español hoy en día al Rey Midas de Hollywood: Steven Spielberg, el encargado de resucitar a los dinosaurios en el Parque Jurásico que, recientemente, cumple su veinticinco aniversario. No es ningún secreto que las formas detrás de las cámaras del director barcelonés se inspiran directamente del mejor estado de forma de Spielberg, y es por eso que, a priori, parecía la elección más coherente a la hora de expandir una franquicia que parece estar, por otra parte y visto lo visto, condenada a observar cómo juguetean con su legado con la misma poca fortuna que la aventura empresarial de John Hammond.


Colin Trevorrow es harina de otro costal. La gran virtud de su Jurassic World, y realmente la que todo el mundo recuerda, es la de mostrar en la gran pantalla por primera vez al parque jurásico de los sueños de John Hammond abierto al público, además y para más deleite de los que crecimos con las películas originales, como un resort ya consolidado en el universo ficticio de la franquicia. Centrar el punto de vista del primer acto del film en unos visitantes primerizos del parque, resucitaron con éxito ese sentido de la maravilla del que solo Jurassic Park gozó (y al que debe el título a la película más taquillera de 1993 en todo el mundo). No obstante, guion y realización distaban muchísimo de lo que podía ofrecernos una de las marcas Spielberg por excelencia, ni siquiera tirando forzadamente de una nostalgia excesivamente recurrente en el cine de blockbusters actual, ofreciendo al público un producto final que no distaba demasiado de otras grandes producciones de verano, hecho que no impidió que el film lograse convertirse en la quinta película más taquillera de todos los tiempos, solo superada recientemente por Vengadores: Infinity War.


Jurassic World: El reino caído es el híbrido perfecto entre el legado jurásico de Spielberg (entendiendo por ello el film original y su secuela, El Mundo Perdido) y el fan service de feria de pueblo de Trevorrow. El intento por ofrecer un enfoque distinto a la saga podría agradecerlo incluso con lágrimas en los ojos, y desde luego que la labor de Bayona en la realización es el elemento que más se hace notar de todo el conjunto. Es posiblemente la segunda película más bonita de la franquicia, con obvio permiso a la cinta original. Bayona lanza imaginación, luces, sombras y virguerías con la cámara. No solo se muestra entusiasmado por trabajar en un proyecto de estas características, con su trabajo también ofrece pleitesía a una de las mejores películas de la historia del cine. Si el español fuera descendiente directo de Spielberg, este sería hoy en día el padre más orgulloso del mundo.





Lamentablemente, el ADN de Colin Trevorrow se hace notar en exceso. Su libreto, co-escrito por la persona responsable de, ejem, Monster Trucks, no solo calca de la forma más sonrojante y gratuita estructuras y escenas enteras de la película anterior, sino que traiciona incomprensiblemente a sus propios personajes (Chris Pratt, Bryce Dallas Howard y más gente de la que nadie se acordará dentro de veinticinco años): si carecer por completo de cualquier arco narrativo fuera poco (porque reciclar así de forma express el anterior no lo daré por válido), el hecho de que se dediquen a “pasar de nivel”, o de set-piece, sin ello suponer una amenaza real o consecuencias directas que les hagan precisamente evolucionar (jeje) durante las dos largas horas de metraje, es cuanto menos desconcertante y decepcionante.


Como diría el espectador medio de la Fiesta del Cine, estaría tó guapa, porque como ya digo, Bayona hace lo máximo que está en sus manos para que, visualmente, sea la mejor de la nueva hornada. Y entretenida lo es a ratos, cuando los fuegos artificiales y el festival de dinosaurios menos fotorrealistas que los generados en 1993 mandan al cerebro de vacaciones sin retorno a medio plazo. En búsqueda de la pleitesía (que no en la nostalgia de mercadillo) al pasado y en el amor a toda forma de vida encontraréis cierta paz y sosiego. Para aventuras e historias no solo bien construidas, sino coherentes y sinceras consigo mismas y con el público, mejor buscar en otro tipo de parque.


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