Tras casi diez años de gestación, guiones filtrados, rumores y esperas, por fin se estrena en cines Malditos bastardos (Inglourious Basterds), la ópera bélica que Quentin Tarantino tanto ha ido cacareando a lo largo de esta década.
Lo que es, en verdad, un golpe de suerte. Si esta película se hubiera estrenado hace unos seis o siete años, estoy seguro de que no hubiera sido la misma. Antes hemos tenido que ver los dos volúmenes de Kill Bill, y Death Proof, su aportación al proyecto Grindhouse que ideó junto con su colega Robert Rodriguez. Y es que estas dos obras (si consideramos Kill Bill como una sola película) suponen un grito de rebeldía por parte de Tarantino hacia un peligrosísimo encasillamiento que comenzaba a ser evidente.
Pistolas, mafia, tacos, monólogos y diálogos escritos con ingenio, que aunque tremendamente insustanciales, se valían de las cosas más pequeñas y sencillas, junto con el reciclaje fílmico y una impecable y refrescante realización, para hacerlas grandes. Antes del año 2003, estas eran las características que alguien preconcebía en su cabeza cuando pensaba en la filmografía de Quentin Tarantino. Y entonces llegó Kill Bill, una epopeya sobre la venganza dividida en dos volúmenes (aunque originalmente una sola película, cuyo montaje podríamos ver en un futuro), que fue y sigue siendo el pistoletazo de salida hacia un nuevo camino a seguir. Tarantino aprovechó la ocasión para realizar una inteligente maniobra en terrenos del mainstream, dejando a un lado muchos de sus propios clichés para darse a conocer aún más entre el público.
Malditos bastardos seguía dándole vueltas por la cabeza (de hecho llegó a escribir un guión que daba para una serie de televisión de varios capítulos), cuando Robert Rodriguez le propuso hacer Grindhouse. De nuevo, otra oportunidad. De hecho, la mayor hasta ese instante. Si Kill Bill sirvió para experimentar y desarrollar hasta la extenuación su habilidad con los clímax, Death Proof (ese gran homenaje a la mujer tan incomprendido) lo hizo para mejorar su propuesta formal en todos los ámbitos cinematográficos posibles, desde el clímax hasta las set pieces y las relaciones entre personajes.
A la vista del resultado final de Malditos bastardos, Tarantino termina de confirmarnos lo que se podía ver en sus anteriores obras. Que con la edad su cine está madurando. Que el niño travieso que había detrás de Pulp Fictionsigue siendo el mismo, pero con un uso del tirachinas más meditado y perfeccionado. Es muy gratificante ver cómo un director de cine está tan empeñado en no quedarse estancado en un mismo lugar, siempre dispuesto a seguir evolucionando y creciendo como cineasta. Y lo mejor es que parece no tener fin.
¿Cuáles son las señales que indican esta evolución? Pues bien, por si fuera aún más complicado superarse a si mismo (después del tremendo clímax final de Death Proof), un mejor y más elegante dominio de la cámara; una realización mucho más calmada y, sobretodo, formal, sin dejar de ser el gamberro bastardo (si me permitís la gracia) de siempre cuando la historia así lo pide.
Pero es en los diálogos donde esta madurez del enfant terrible de Hollywood se hace más notoria, dando lugar a una nueva y agradecida característica en la narración de la historia: Junto con las secuencias de diálogos rutinarias, los coloquios se convierten en set pieces (!!!) y en el motor fundamental del suspense de la cinta. Tarantino traduce el mismo lenguaje de la intriga de Alfred Hitchcock a sus largas escenas de diálogos, con la misma habilidad de quien prepara un pez fugu para ser degustado. En todos los casos, excepto en el maravilloso acto final, la intriga no procede de las acciones, sino de las palabras. Y la reacción ante esas palabras generan más palabras, lo que ofrece al espectador secuencias de diálogos riquísimos e inteligentes, que harán las delicias de todo aquél que tenga la paciencia (o la virtud) de aguantarlos, pero sobretodo de los amantes de la buena interpretación.
El perfecto ejemplo de lo que os estoy hablando es el prólogo de la película: un fascinante primer capítulo titulado “Érase una vez en la Francia ocupada por los nazis”, que sirve como presentación para las grandes sorpresas del film, que son sin duda alguna el Coronel “Caza-judíos” Hans Landa (interpretado por un enorme y merecido ganador del Oscar el año que viene, el austríaco Christoph Waltz), y la judía Shosanna Dreyfuss (Mélanie Laurent, un encanto de criatura francesa que no sólo derrocha carisma y simpatía, sino también una actuación con muchísima fuerza emotiva).
Es una lástima que Tarantino peque de ser excesivamente redundante, eso sí, sólo durante una escena que lastra el ya de por sí pausado ritmo de la película, y empaña en cierto modo el resultado final. Y ésta es el cuarto capítulo del film (dividido en cinco episodios, al igual que lo fueron los dos volúmenes de Kill Bill, algo que sin duda ayuda a la hora de hacer la digestión): una de las mayores exhibiciones de la “intriga verbal” de la cinta, pero también una de las situaciones más exageradamente dilatadas del acto narrativo en el que nos situamos. Una escena ciertamente delicada, puesto que dependiendo del grado de fatiga del espectador (que ya lleva dos horitas de metraje sobre sus espaldas), podría marcar la diferencia entre el entretenimiento y el aburrimiento.
Perdonado y pasado dicho acto (porque aunque sea dilatado hasta decir basta, QT sigue moviendo la cámara, montando la película y escribiendo lo que se ve en ella como nadie), y maravillados ante el hecho de que los malditos bastardos que dan título a la cinta abarcan mucho más allá (y más interesante) que la pandilla de soldados judíos que encabeza Brad Pitt, a Tarantino lo único que le hace falta a las alturas del acto final es darnos a todos un toque de gracia.
Aquí el director de Reservoir Dogs no sólo rompe con la rutina de las películas que tienen lugar durante la Segunda Guerra Mundial, sino que reivindica un derecho fundamental del séptimo arte, el cual no es más ni menos que la misma ficción. El poder de utilizarla a su merced cuando le plazca y donde le plazca, aún y cuando tenga que reescribir la Historia si es necesario para el bien de la película, la historia, y la salud de su relación para con el mundo del cine. Y lo mejor y más divertido es que lo hace desde el cine dentro del cine.
Esa valentía al respecto, las ganas de evolucionar, unas formalidades técnicas simplemente perfectas y la tremenda habilidad a la hora de escribir, hacen que Tarantino se haya sacado de la manga una obra cumbre y definitiva del séptimo arte. Más allá de la poquita originalidad y profundidad en la premisa (ya van cuatro películas consecutivas sobre venganzas), el cine, tal y como están las cosas, tiene el deber moral y ético de rendirse a los pies de obras como ésta.
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