Crítica publicada originalmente en Cinefilo.es El anuncio de Walt Disney Pictures de adaptar una de las atracciones más célebres y antiguas de sus parques temáticos a la gran pantalla fue acogido con sorpresa e incredulidad, con un temor algo surrealista de lo que podría significar el tocar un clásico emblemático del ocio estadounidense. Los estudios encontraron un filón adaptando películas a atracciones para todos los gustos en sus parques temáticos.
Pero, ¿adaptar una atracción a una película? No existían precedentes, y Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra fue pionera en ese aspecto. El estreno y posterior éxito de la película abrió la veda para otro tipo de producciones similares, pero que sin embargo no tuvieron la misma acogida. La cinta, protagonizada por Johnny Depp –papel que le valió su primera nominación a los Oscar–, Keira Knightley, Orlando Bloom y Geoffrey Rush, retornó la popularidad del subgénero de piratas de antaño a la actualidad, invocando en cierta manera el espíritu aventurero y más fantástico de la saga de Indiana Jones para ofrecer algo diferente al público.
La fórmula se multiplicó de forma eficaz en su secuela, Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto, pese a todas sus ínfulas grandilocuentes que no tenían otro objetivo que pretender convertir la saga en una historia exageradamente épica y cada vez más y más grande. El más difícil todavía se agradece, pero hasta cierto punto –las sagas de Indiana Jones y Star Wars son un buen ejemplo de ello–, el punto que precisamente rebasó la tercera entrega: Piratas del Caribe: En el fin del mundo, un capítulo en el que sus protagonistas dejan de serlo para cedérselo al exceso más desmedido; una secuela con buenas intenciones y aspectos muy interesantes, pero demasiado larga y lejos del viaje y la experiencia que suponían la película original y, sobre todo, la atracción ideada por el propio Walt Disney durante la década de los cincuenta.
La llegada de una cuarta película solo podía significar una cosa: rebajar las pretensiones y el tono –y por ende el presupuesto–. El público agradece un determinado tipo de películas, pero si lo saturas de información acabará por aburrirse. Y aquí tenemos Piratas del Caribe: En mareas misteriosas, cuarta entrega en el que se hace una especie de reinicio de lo antes visto, una vez finalizadas las tramas de los personajes de Orlando Bloom y Keira Knightley. Recuperamos al Capitán Jack Sparrow –interpretado una vez más por Johnny Depp–, a Barbossa (Geoffrey Rush) y al fiel compañero de aventuras Cotton (David Bailie), mientras que el resto del reparto es completamente nuevo: empezando por Penélope Cruz –quien encarna a un antiguo amor de Sparrow de armas tomar–, Ian McShane –el temible Barbanegra, villano del film–, y los dos tortolitos de turno: Sam Claflincomo Philip y la barcelonesa Astrid Berges-Frisbey como la sirena llamada simplemente Syrena.
Pero en seguida nos topamos con un problema bastante grave en Piratas del Caribe: En mareas misteriosas: la total y aparente desgana con la que está hecha. La película empieza francamente bien, recuperando el tono de la primera entrega mientras exploramos territorios inhóspitos y exóticos en la franquicia como la ciudad de Londres y conocemos a los –en un principio– interesantes personajes de Penélope Cruz e Ian McShane. Pero una vez metidos en el nudo, el film no se desarrolla ni se explica con la naturalidad de la dinámica realización de Gore Verbinski, director de la trilogía anterior. Rob Marshall y el desaprovechamiento de un guión que podría haber dado el pego provocan que el ritmo se estanque y la película acabe aburriendo incluso a un admirador de la saga como un servidor.
Es cierto que se rebajan las pretensiones y el tono de la saga a una historia mucho más sencilla, y que la película tiene los suficientes ingredientes como para resultar atractiva –nuevos piratas, un misterio diferente y sospechosamente parecido (en formas) al de En busca del Arca Perdida… ¡¡y sirenas!!–, pero esa desgana anteriormente citada y la impersonalidad de la dirección de Marshall pueden con ella hasta el punto de perder la verdadera esencia de sus predecesoras. Es como si esta saga hubiera llegado al momento en el que careciese de un término medio concreto, pasando del exceso y las pretensiones de En el fin del mundo al porque sí de mero encargo de En mareas misteriosas. Aquella aún tenía cierto entusiasmo detrás, pero en esta todo parece impostado y, lo que es peor, se va desinflando cada vez más a lo largo del metraje.
Es una lástima que esa esencia, ese espíritu de aventuras, del que corra el ron y de los piratas barbudos y rudos mientras nosotros comemos palomitas se acabe respirando en Piratas del Caribe: En mareas misteriosas justo cuando esta va a terminar. Ojalá resulte ser únicamente un pequeño y perdonable paréntesis.
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