Existe cierta tendencia en el cine de hoy en día en la que, para adaptar con supuesta fidelidad la esencia y estética de una obra surgida del cómic en el cine, los responsables de dicha tarea se plantean calcar viñeta a viñeta el material de base, sacrificando la originalidad y la creatividad que, desde siempre, se ha caracterizado el séptimo arte. Componer planos cinematográficos originales ya no está a la orden del día, sino que parece que es mejor y está más de moda lanzar al espectador imágenes que ya se crearon y que ya se conocen, para evocar así su memoria nostálgica y satisfacer, dicho sea de paso, a los admiradores de la obra en cuestión, que quedarán maravillados por el simple hecho de ver su ídolo bidimensional tal cual en movimiento.
Un purista diría que este cóctel de lenguajes no hace más que provocar una descompensación considerable hacia uno de ellos, en este caso el cine, que ve prostituida su esencia banalmente para reproducir en acción real el lenguaje más explicito de las viñetas de un cómic o una novela gráfica; como podrían ser los casos de Sin City, The Spirit o 300, cuyo aspecto visual no aporta prácticamente nada a las historias que cuenta, proponiéndose como único objetivo calcar el material original.
Sin embargo, trasladar formas de expresión no pertenecientes al cine para ir más allá en una película, no tiene por qué representar un factor negativo. Speed Racer, de los hermanos Wachowsky, iba un paso más allá al trasladar el lenguaje del cómic y la animación japonesa con cierto ingenio. Las virguerías audiovisuales y el empalagoso colorido que pueblan su metraje caían en algunas ocasiones contadas en la vergüenza ajena y en la extravagancia gratuita, pero en gran parte servían para acelerar el ritmo de la historia, hasta alcanzar su máximo exponente en el clímax final de la película, que es sin ninguna duda lo mejor de la película.
En ese aspecto, Scott Pilgrim contra el mundo es un caso muy especial. Al mejunje lingüístico se le añaden las características propias de los videojuegos, de títulos tan característicos como Street Fighter, Super Mario Bros. o Streets of Rage, combinándolos con encuadres y secuencias sacadas directamente del cómic (en un par de ocasiones, incluso literalmente), enriquece por sorpresa una historia que, contada de forma convencional, hubiera aborrecido incluso al sector indie al que parodia. Edgar Wright, director de Arma fatal y Zombies Party, tuvo bien claro a la hora de escribir el guión de la película que sólo había una forma de adaptarla al cine con éxito: trasladar todos los elementos que hacen única a la obra original, porque dichas características son precisamente las que diferencian a Scott Pilgrim contra el mundo de la estética vacía, del cine que calca sin propósito ninguno y cuyo único aporte a la humanidad es el ralentí excesivo.
Lo peor de Scott Pilgrim contra el mundo es precisamente su ambigüedad, el que pueda ser entendida como una película de fuegos de artificio muy ruidosos, pero sin contenido. Nada más lejos de la realidad e incluso del título de la propia película. La cinta, cuyo reparto es el más avispado y despierto que se puede ver en la actualidad, descodifica para el público el mundo interior del protagonista, un chico de veintidós años inmaduro, amante de la música rock y fanático de los cómics y los videojuegos. Edgar Wright retrata la vida de este chico bajo el espeso filtro pop ubicado en su propio cerebro, plasmando en la pantalla (al igual que en el cómic) su tortuoso viaje hacia su propia confianza, y su evolución hacia una madurez joven pero mayor que la de antes. Scott Pilgrim ( Michael Cera) se enfrenta contra el resto del mundo no porque sea un pobre inocente que nunca ha roto un plato, sino por todo lo contrario. Su lucha contra la Liga de los Siete Ex Malvados de Ramona Flowes ( Mary Elizabeth Winsted) no es más que la prueba de fuego para completar dicho viaje, y dejar atrás una etapa de su vida que le ha traído más alegrías que problemas.
Y todo, por supuesto, desde el punto de vista de la personalidad de Scott: afrontando la vida a ritmo de rock, con actitud de cómic y luchando como en un videojuego, convirtiendo a la película en un diamante en bruto en un panorama más bien desolador. Dicho punto de vista llega a influir tanto en la película que Wright trasciende las barreras más básicas del cine en servicio de la historia y su espíritu. Un gesto arriesgado y valiente que muchos -y muy selectos y respetados- cineastas han realizado a lo largo del tiempo, y que en este caso, por desgracia, no se sabrá valorar en su justa medida.
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