Crítica publicada originalmente en Cinéfilo.es
El tiempo vuela, pasa demasiado deprisa ante nuestros ojos sin que nos demos cuenta, cada vez más a medida que nos hacemos mayores, cual nave espacial pasando al hiperespacio. Hace trece años, el que escribe estas líneas acababa de cumplir doce inviernos, un mocoso, igual que Darth Vader en el Episodio I de Star Wars. El estreno durante el verano posterior de La Amenaza Fantasma me vino que ni pintado para la edad que tenía, ajeno a las críticas dispares que obtuvo el film por aquél entonces (y las sigue obteniendo, pese al ruido que hacen las opiniones negativas), y prácticamente virgen en la saga, puesto que tan sólo había visto la versión clásica sin retoques de La Guerra de las Galaxias, grabada en una copia VHS de uno de esos pases en televisión de mediados de los noventa, antes de que llegara la Edición Especial de 1997.
Y salí del cine entusiasmado por lo que había visto y vivido. Ese entusiasmo evolucionó rápidamente en fervor hacia la saga. De repente, quise consumir todo lo que existía de Star Wars hasta el momento. Me hice con las copias en VHS de la trilogía clásica y las vi cientos de veces, sin exagerar. Vibré con las aventuras de Luke Skywalker, Han Solo, la princesa Leia y Chewbacca acechados por el Imperio Galáctico y el malvado Darth Vader. Después vinieron el resto de precuelas, claro, pero como me iba haciendo cada vez más mayor, pues como que no resultaban ser igual de emocionantes ni gratificantes.
Pero siempre guardaré un cariño especial por La Amenaza Fantasma. Fue la película que realmente me descubrió Star Wars, un mundo de fantasía maravilloso con el que he disfrutado durante tantos años. Y creo que le debo muchísimo. No obstante, más allá del cariño y la nostalgia, sé reconocerle sus defectos, pero también sus virtudes.
Vista recientemente en Blu-ray (aún no he tenido oportunidad de verla en cines 3D), con ojos de adulto y desde la perspectiva global de la saga, Star Wars: Episodio I La Amenaza Fantasma es una película algo desconcertante. Si bien George Lucas construyó una película de fantasía y aventuras redonda en todos los sentidos en 1977, en 1999 las cosas parecieron torcerse más de lo previsto. O eso o es que La Guerra de las Galaxias original fue un mero accidente.
El ritmo vertiginoso de la trilogía precedente daba paso a uno demasiado irregular y torpe con la distribución de secuencias de acción y desarrollo, por no hablar de esa sensación constante de querer abarcar demasiadas cosas en tan solo dos horas de metraje: intrigas políticas considerablemente plomizas, aventuras, profecías pseudo religiosas, romance prematuro y, por supuesto, batallas estelares.
El remate a un batiburrillo algo indigesto viene de la mano del contenido humorístico de la película y su cara más infantil. George Lucas continuó restándole seriedad a la franquicia, empezando con los Ewoks de El Retorno del Jedi, y alcanzando su récord de vergüenza ajena por segundo en pantalla con los Gungans en La Amenaza Fantasma, especialmente ese personaje llamado Jar Jar Binks (Ahmed Best), sin duda el personaje más odiado de la historia de la serie con diferencia. La intención de Lucas de acercar la saga también a los más pequeños es noble (de hecho, ya dije que a mí me volvió loco), pero sus métodos y su capacidad de auto mesura muy cuestionables, algo que prácticamente acaban por echar por tierra el conjunto entero.
Sin embargo, y al contrario que muchos, yo sí creo que este Episodio I tuvo y sigue teniendo sus cosas buenas que, personalmente, acaban salvándola de la quema. Empezando, y haciendo un poco de trampa, por John Williams. El veterano compositor –quien recientemente ha cumplido 80 años– estuvo más acertado que el propio Lucas a la hora de tomarse en serio el componente dramático del film, que aunque no lo parezca, no es poco. Desde el tema principal de la Batalla de Naboo, pasando por la versión suavizada y nostálgica de la Marca Imperial estrenada en El Imperio contraataca, recuperando cuando son necesarios los coros tétricos dedicados al Emperador y al Lado Oscuro de la Fuerza que sonaron por primera vez durante el clímax final de El Retorno del Jedi, pero sobre con Duel of the Fates, ese choque de destinos musicalizado a la perfección que impulsa y dota de verdadero ritmo y dramatismo a una de las mejores secuencias de la película: el combate de sables de luz entre Qui-Gon Jinn (Liam Neeson) y Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) contra el desaprovechado Darth Maul (Ray Park).
Son precisamente las secuencias de acción y clímax de Star Wars: Episodio I La Amenaza Fantasma las que sirven como firmes sustentos de una estructura débil y tambaleante. El rescate de la Reina Amidala (Natalie Portman) en Naboo por parte de los Jedi al principio de la película, el descubrimiento de Anakin Skywalker (más como evento clave en la historia que como personaje en sí, el cual en verdad resulta un tanto irritante), la carrera de vainas, la batalla espacial y el duelo de sables láser… son aciertos que no logran disimular carencias como la falta de dramatismo (Lucas nos habla de un capítulo clave y muy serio de la historia de la galaxia, y en lugar de potenciar ese aspecto, apuesta más por las tonterías de Jar Jar Binks, las bobas expresiones del pequeño Anakin y hablarnos sobre algo que nadie había pedido: los midiclorianos) o un ritmo descompensado.
Vista en perspectiva y con años de distancia, ahora entiendo por qué La Amenaza Fantasma defraudó a muchos en su estreno. Pero a pesar de sus múltiples defectos, no logro ver el bodriazo que muchos ven en ella. Quizá sea ese niño de doce años, que se sigue resistiendo a la visión de su yo adulto de una película que tanto disfrutó hace ya más de una década. Pero en fin, quien no se haya puesto sentimental nunca, que vaya tirando la primera piedra…
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